Pablo de Tarso, dirigiéndose a la comunidad de los Romanos, dice con firmeza y toda claridad que «la fe viene de la escucha y la escucha de la Palabra de Cristo» (Rom 10,17).
Para todos es evidente que en la era digital la primacía se da al ojo, a la visión de la imagen veloz respecto a todo lo que puede ser escuchado. Mientras que en el mundo de la Biblia el énfasis se da totalmente a la escucha lenta y atenta de la Palabra: «Escucha, Israel…» (Dt 6,4).
En la perícopa paulina emergen tres elementos que pueden contribuir al crecimiento de la fe de la comunidad paulina en el mundo: el testigo que anuncia, la persona que escucha, la Palabra que salva. Se trata de una corriente relacional, donde corre el agua transparente de la fe.
Para encontrar la Palabra es esencial entrar en contacto con un testigo que ya ha recorrido el camino de la fe. La necesaria presencia del testigo (cf. 1Jn 1,1-4) revela una verdad antropológica profundísima y una teológica fundamental. La primera se refiere a la persona que nace, crece y se desarrolla solamente en la escucha. La persona es, por definición diálogo, encuentro, sujeto de relaciones y estructura de comunión.
Hoy, nadie enseña que “prestar escucha” es el mejor gesto de amor. Para muchos es común la convicción que hablar es cada vez más urgente que escuchar. Sin embargo el yo existe mediante el tú; nace de la escucha y solo puede vivir en una red relacional fecunda.
La verdad teológica, naturalmente, fluye de la primera, porque Dios mismo es la Palabra viva. En la mentalidad hebraica la Palabra se manifiesta no sólo como revelación, sino como un poder que llama a la existencia las cosas que no son, a la fe, a la relación. Dios, el hermano o la hermana que encontramos, la historia y hasta nuestra misma vida tienen necesidad de silencio y de escucha profunda para poderse progresivamente “revelar” Solamente la Palabra anunciada por un testigo creíble y escuchada por un corazón abierto puede llamar a la existencia nuestra fe. Creer es entrar en comunión con Dios, a través de la Palabra, y es fruto de la acción atrayente del Padre, de la mediación reveladora del Hijo y del soplo iluminante del Espíritu.
El creyente es un oyente de la Palabra de Cristo, de cuya escucha procede la fe. Escuchar a Jesús es la verdadera vocación del cristiano: «Este es mi Hijo elegido, ¡escúchenlo!» (Lc 9,35). No sólo es importante escuchar a Jesús, sino que es indispensable ser introducidos por el Espíritu en el modo de escuchar de Jesús.
La escucha de Jesús es una verdadera y propia participación profunda a los sufrimientos y a las esperanzas de la humanidad, llegando a la veta más alta, a la cruz, allí donde la escucha se convirtió en obediencia total y don para la vida del mundo (cf. Flp 2,5-11). Para él, escuchar significa acoger a las personas y ofrecerles cuanto ha “escuchado” del Padre, es decir, el amor que libera y salva, conforta y da fuerza.
La escucha de Jesús es para la Iglesia de cada tiempo un indispensable criterio de discernimiento para leer eventos y situaciones a la luz de la fe en las inevitables dificultades de una historia que cambia.