La vocación, como la misma fe, es un tesoro que llevamos en vasijas de barro (cf. 2 Corintios 4,7); por esto tenemos que cuidarla, como se cuidan las cosas más preciosas, para que nadie nos robe este tesoro, ni pierda su belleza con el pasar del tiempo.
Tal cuidado es tarea en primer lugar de cada uno de nosotros, que estamos llamados a seguir a Cristo más de cerca con fe, esperanza y caridad, cultivar cada día en la oración y reforzada por una buena formación teológica y espiritual, que defienda de las modas y de la cultura de lo efímero y permite caminar firmes en la fe.
Sobre este fundamento es posible practicar los consejos evangélicos y tener los mismos sentimientos de Cristo (cf. Filipenses 2,5). La vocación es un don que hemos recibido del Señor, el cual ha posado su mirada sobre nosotros y nos ha amado (cf. Marcos 10, 21) llamándonos a seguirlo en la vida consagrada, y es al mismo tiempo una responsabilidad de quien ha recibido este don.
Con la gracia del Señor, cada uno de nosotros está llamado a asumir con responsabilidad en primera persona el compromiso del propio crecimiento humano, espiritual e intelectual y, al mismo tiempo, a mantener viva la llama de la vocación.
Esto conlleva que a la vez nosotros tengamos fija la mirada en el Señor, estando siempre atentos a caminar según la lógica del Evangelio.
Papa Francisco