Simeón, ese es un niño como todos los otros, Simeón ¿por qué te levantas y qué son esas lágrimas de anciano asombrado que tropiezan en tus ojos? ¿Qué has visto en él? ¿Cómo lo reconoces sin que haya hecho nada todavía?
Simeón tiene a ese niño en sus brazos pero es al Todopoderoso a quien habla, y entiendo lo que ha aprendido a hacer en estos largos años aparentemente iguales, ha aprendido a hablar con Dios. Simplemente. Ha aprendido a escucharlo.
Y cuando toma a ese niño en sus brazos es con Dios con quien habla, y cuando se dirige a los padres es siempre con Dios con quien habla, porque “siempre y en todo caso serán signos” y nada puede convencer a quien no dialoga con el Amor, nada es suficientemente convincente si no se ha aprendido el arte de la amistad.
La que te hace volar más alto que nada, la que te hace libre de juicios y polémicas.
Qué vergüenza tengo de mí mismo, mis queridos viejos, Simeón, Anna, a ¿qué edad aprendieron, cuando se sintieron tan queridos que ya no necesitan la mediocridad, la charla y el juicio?
¿Cuándo aprendieron a volar así? ¿Libres silenciosos y hermosos?
Por ahora, me dejo ir contra las paredes de esta página y trato de tocar las puertas de este cielo maravilloso barrido por un viento frío y fragante, un cielo que habla y mientras tanto imploro: enséñame Tu nombre.