Soy Hna. Mariangela Tassielli, nací en 1976, en Lecce, una pequeña ciudad del sur de Italia, ubicada justo en la punta del taco, donde dos mares se tocan y según cuenta la leyenda que precisamente en ese punto están los abismos. La zona donde viví mis primeros 19 años se llama “Salento”, y tiene tres cosas que la caracterizan, que de alguna manera nos caracterizan también a todos los que allí tenemos nuestras raíces: el sol, el mar y el viento.
Conocí a Maestra Tecla el 28 de julio de 1991, en Castagnito, a más de mil kilómetros de mi casa. La fecha es precisamente esa, tenía 15 años y recuerdo ese día como si fuera hoy, porque ese día, esa mañana, la conocí y descubrí el rostro de Dios. Y desde ese día, nada ha vuelto a ser como antes.
Sé que entre ustedes quien ama las fechas en este momento tendrá una extraña expresión en el rostro. Porque, debe estar pensando que algo no cuadra… Sin embargo, les aseguro que esa mañana, la Primera Maestra realmente consiguió encontrarme. Allí estaba, con un brazo apoyado en la ventanilla entreabierta de un tren que partía y una sonrisa tan profunda como el mar.
Y para mí – adolescente totalmente encerrada en mis propios miedos, insegura de todo, pero curiosa – ella me reservó una frase para mí, que me abrió de par en par las puertas del cielo: «Abajarme tanto de atraer a Dios a mí; para esto basta pensar en mi nada. Elevarme tanto con la confianza de llegar hasta Dios». Y así fue como ella se abrió paso, y día tras día me acompañó a descubrir la belleza y la plenitud de un carisma que crecía en mí, que me pediría mirar de nuevo ese futuro que toda adolescente piensa y sueña, que me haría diferente, plena, fuerte y frágil. Un carisma el paulino por el que desear como ella, cada día, mil y más vidas que perder.
Hoy, en cada momento, bendigo a Dios por haberme permitido conocerla, porque treinta años después puedo decir que fue su presencia que marcó la diferencia entre los muchos síes que Dios y la historia me siguen pidiendo. Conocí su ternura en los cuidados de hermanas que me enseñaron lo necesario que es para una Hija de San Pablo, ser capaz de humanidad, de atención y de delicadeza. Conocí su pasión apostólica en el entusiasmo y en la totalidad con la que algunas hermanas me enseñaron a pensar y vivir el apostolado. Encontré su maternidad en el cuidado con el que algunas hermanas me secaron y secan mis lágrimas. Encontré su determinación en la fuerza y en la tenacidad de los síes de muchas hermanas que me enseñaron y enseñan cuanto valor hay en un amén dicho con cansancio, pero dicho con fe profunda, con confianza cierta en Dios.
Maestra Tecla, viva en muchas de las hermanas que tuve la suerte de conocer, sigue siendo esa cálida presencia que hace de todo un don, que me recuerda que el único criterio de una vida donada es el bien, que con valentía me saca fuera de mi misma, empujándome hacia Dios hacia ese más allá que Él está señalando a todas nosotras.
Hoy, sé que nuestra vocación es tan espléndida como despojante, porque como Hija del Apóstol no podemos hacer sino alejarnos de los sofás del cómodo y reconfortante apostolado ya experimentado para impulsarnos hacia las periferias arriesgadas y desconocidas de un anuncio impregnado de humanidad, de compartir el carisma, de nuevas inversiones en el futuro.
En el corazón una certeza, solo una certeza, su voz: «No te preguntes si es posible, solo pregúntate: “¿Hace el bien?”. ¡Entonces hazlo!».
Mariangela Tassielli, fsp