Ex 3,1-8.13-15; Sal 102; 1Co 10,1-6.10-12; Lc 13,1-9
¿Dónde está Dios?
Cuántas veces me he hecho esta pregunta ante catástrofes, tragedias y enfermedades. También a Jesús preguntan, reportando dos acontecimientos de la crónica de entonces, el por qué. Y Jesús responde que no hay ninguna vinculación entre una desgracia y una supuesta culpa, entre un pecado y el consiguiente castigo. En cambio, hay una impelente exigencia, fuerte y clara: convertirse.
Convertirse significa cambiar el modo de ver las cosas, bajar a la profundidad del propio corazón y reconocer los límites y las propias fragilidades; quiere decir ser “inteligentes”: capaces de saber leer cada cosa partiendo desde dentro, desde los dobleces de nuestra historia y de nuestras opciones.
Todos tenemos necesidad de convertirnos, de otro modo seremos como la higuera de la breve parábola de hoy, un árbol que ocupa espacio, hace perder el tiempo al campesino y no produce fruto; pero, a pesar de todo, Dios es paciente: concede también tiempo a quien se esfuerza por cambiar y vivir su transformación.
Entonces, comprendemos que Dios sabe esperar, porque se fía del hombre; sabe que el hombre vive de impulsos y de lentitudes, algunas cosas las aprende con facilidad y otras se obstina en rechazarlas, tiene tantas buenas intenciones y muchas veces es incapaz de ponerse a la búsqueda de respuestas auténticas y verdaderas, porque viendo en entorno a sí el mal que produce dolor, sufrimiento y lágrimas, encuentra más fácil resignarse y replegarse en la respuesta más descontada: “¡es el destino!”.
¡Sí nuestros ojos estuvieran sólo atentos a contemplar su obra!
Me gusta mucho la imagen del campesino, porque nos permite comprender lo que Dios hace por nosotros: Dios no corta, sino poda; Dios no erradica, sino trasplanta, Dios no elimina, sino injerta, Dios no toma, sino acoge.
Porque nuestro Dios no se cansa de mostrarnos la belleza de un continuo de florecer.
Salmo 102
Bendice al Señor, alma mía,
y nunca olvides sus beneficios.
Él perdona todas tus culpas,
te corona de amor y de ternura.
El Señor es bondadoso y compasivo,
lento para enojarse y de gran misericordia.
Cuanto se alza el cielo sobre la tierra,
así de inmenso es su amor por los que lo temen.