De Samaría nuestro viaje continúa hacia el sur. En este cuarto domingo de Cuaresma estamos llamados a llegar a Judea para poder participar a la fiesta de las Tiendas. En Jerusalén durante ocho días las familias dejan su casa estable para ir a habitar en una tienda bajo el cielo abierto iluminado por el esplendor de las estrellas. Las sukkòt (plural hebraico de sukkà = tienda) remiten a las tiendas del desierto levantadas durante el camino hacia la tierra prometida. En la Fiesta de Sukkòt los ritos principales son dos: en la mañana el del agua, con la procesión a la piscina de Siloé para recordar el agua brotada milagrosamente de la roca del éxodo; en la noche la luz que ilumina la ciudad con grandes fuegos para celebrar la columna de nube con la cual Dios ha iluminado el camino más difícil.
«Mientras caminaba, Jesús vio a un hombre que era ciego de nacimiento» (Jn 9,1). Su pasar es siempre un entrar en lo más profundo del corazón, allí donde están los verdaderos deseos, aquellos que sólo Dios conoce. Una ceguera sin solución, un hombre que nunca ha visto los colores del mundo, la sonrisa de la vida, el sol de la esperanza, la alegría de la fiesta. ¿Cómo podrá el ciego de nacimiento, inconsciente mendicante de luz, creer que más allá de la oscuridad en la que vive, existe una Presencia que lo envuelve amorosamente y lo hace existir? Su tienda es la calle, no ve pero escucha los pasos de Aquel que tiene la valentía de acercarse sin miedo, ensuciándose las manos con el fango para poder recrear con su saliva aquel hombre nuevo.
Jesús toma la iniciativa de tocarlo, pero no puede hacer nada sin la libertad de una fe obediente. El ciego percibe el amor de un gesto sin precedente y por esto sigue moviéndose hacia Jesús obedeciendo ciegamente a su orden: «¡Ahora ve a lavarte a la piscina de Siloé!» (Jn 9,6). ¡Ve y sumerge tu vida en el agua del Enviado! Jesús lo invita a fiarse, a lavarse en el agua nueva de la Palabra escuchada. Una Palabra enviada por Dios que vivifica el corazón e ilumina los ojos. Una Palabra que pone su tienda donde encuentra la escucha obediente de un discípulo amante. El ciego fue y se lavó y cuando regresó ya veía. Extraño destino de un hombre que vuelve consciente y libremente a la soledad, echado fuera por ser creyente y vidente de Jesús. Pero ahora no importa, la Luz del Enviado es ahora la única Luz de sus ojos, la voz del Señor Jesús es la única melodía que continúa hablándole a su corazón…