El cuarto domingo de Adviento, a un paso de Navidad, nos hace cruzar la puerta del misterio que envuelve la vida de José, el esposo de María. José, descendiente de David, está llamado a asumir la paternidad de un bambino del cual no es padre. Pero ‘cómo es posible? ‘Qué significa este nacimiento misterioso para un justo de Israel? El resultado de la justicia de José ‘será la lapidación de la esposa infiel? (cf. Dt 22,22-26). José es justo, pero con una connotación mucho más amplia que la del fiel ejecutor de la Ley. Es justo porque, contemplando la presencia activa de Dios en los eventos de la historia, tiene la valentía de ponerse aparte, hasta que María sea libre de decir sí a Dios. Él obedece a todo lo que es fruto del Espíritu en María, dejando que Dios continúe siendo el Padre capaz de llamar a la existencia las cosas que no son (Rom 4,17), tal como ocurrió al inicio del mundo: En el principio Dios creó
(Gen 1,1).
Dios crea pasando a través del seno de una mujer y del corazón de un hombre que tiene la tarea de dar el nombre. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús (Mt 1,21). José debe dar al niño aquel nombre que Dios ha elegido para él.
Dar el nombre elegido por Dios hace de José un padre. Es padre quien ama tanto a Dios de hacerse voz e instrumento de Dios para las personas confiadas a él. José, hijo de David, ha nacido para decir al mundo que Dios se llama Jesús y que Jesús quiere decir amor que salva. Este nombre es lo que nos queda de José. Jesús es la única palabra implícita dicha por él en los Evangelios, el resto es silencio absoluto. La verdad de José se encierra en un nombre que está por encima de todo nombre (Flp 2,9), anunciado por los profetas (cf. Is 7,14), dado por los apóstoles: «No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, ¡camina!» (Hch 3,6). En Jesús, Dios se trasforma en Emmanuel: el Dios con nosotros que.