Del Evangelio según san Juan
Jesús se fue al monte de los Olivos. Al amanecer estaba de nuevo en el templo. Todo el pueblo acudía a él; y él, sentado, les enseñaba.
Los maestros de la ley y los fariseos le llevaron una mujer sorprendida en adulterio, la pusieron en medio y le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. En la ley, Moisés mandó apedrear a estas mujeres, Tú ‘qué dices?». Decían esto para probarlo y tener de qué acusarlo.
Pero Jesús, agachándose, se puso a escribir con el dedo en el suelo. Como insistían en la respuesta, se alzó y les dijo: «El que de vosotros no tenga pecado, que tire la primera piedra». Y, agachándose otra vez, continuó escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, se fueron uno tras otro, comenzando por los más ancianos, y se quedó Jesús solo, con la mujer allí en medio. Entonces Jesús se alzó y le dijo: «Mujer, ‘dónde están? ‘Ninguno te ha condenado?». Y ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y no peques más».
De la gratitud a la autenticidad
El pasaje evangélico de este domingo es un escándalo para los creyentes.Los primeros cristianos seguramente lo hubiesen eliminado. Pero era auténtico y ocultarlo habría sido aún peor. Por qué motivo es un escándalo, lo veremos enseguida. Jesús perdona a la mujer adúltera; hasta aquí, no hay nada nuevo. Ya estamos acostumbrados a este «perdonar de Dios», tan acostumbrados que puede que ya no lo deseemos. Todos nos creemos buenos,
o en todo caso, cuando nos equivocamos, decimos que somos víctimas del cansancio o de que nos interpretan mal. Ya no existen los malos. ¡Lástima! Y tampoco existen los santos, sino sólo los mediocres, un poco malos y un poco buenos. Como decía: el pasaje evangélico de hoy no nos escandaliza porque Jesús «perdone» a la adúltera; nos escandaliza porque el Maestro «olvida», «no tiene en cuenta», no recuerda nada del pasado sino sólo el bien realizado.
Esto es lo que no soportamos de Dios: su olvido de los errores de los otros, su perdón que da confianza. Eso es todo. Nosotros a veces perdonamos, pero no empleamos la virtud de «olvidar», de dar confianza: «¡La confianza hay que ganársela!». Entre nosotros hay un dicho: «La Madre Iglesia perdona, pero no olvida». ¡Qué tristeza! Qué poco coeficiente evangélico en el modo de tratar a los perdedores. ¿Somos todavía la comunidad de los discípulos cuando, de forma paternalista, ponemos una mano sobre la espalda del hermano o de la hermana que ha errado, y con la otra escribimos en el libro negro: «poco fiable»? Jesús es admirable: él sabe que si no ofreces confianza la gente no cambia. Sólo él sabe hacerlo, por eso, sólo a él le llamamos «Maestro».
Hoy en la Iglesia hay muchos deseos de rectitud: «¡Fuera los débiles! ¡Fuera los inmaduros! ¡Selección, selección! ¡Todos irreprensibles!». Es una pura ilusión de quienes no conocen las sorpresas de la gracia.La irreprensibilidad y la autenticidad son necesarias y sacrosantas, pero nacen de la gratitud por el amor de Dios y no del control de las instituciones sobre las personas. La adúltera antes intentaba ser pura: sabía que si la «pescaban» lo pagaría caro. No lo consiguió. Creo que después del encuentro con Jesús lo conseguiría. En virtud de la gratitud.
don Giuseppe Folrai