Todo el misterio de Cristo nos redime. Cada momento de la existencia terrena del Maestro ha de ser asimilado en nosotros, para que él reviva en el tiempo de la Iglesia; no estamos llamados simplemente a observar las enseñanzas evangélicas como un chino se conforma a los dichos de Confucio. Nuestra vida, desde el día del bautismo, ya es solamente mística: la vida terrenal que me ha sido donada es para que yo me abandone a los misterios de la vida de Jesús. Cuando sufro es Él quien sufre en mí; cuando me regocijo es Él quien goza; cuando me entrego, es Él quien se inmola; cuando soy pobre, es Él quien toma la condición de siervo; cuando estoy enfermo es Él quien lleva la cruz. Nuestra más alta vocación es llegar a ser, como escribió hace cuatro siglos J.-J. Olier, el «trono de cristal» de Dios: su belleza ahora se puede vislumbrar a través de la transparencia de nuestra existencia.
Pero los estados de la vida de Jesús, que estamos llamados a hacer revivir en nosotros, pueden ser enfocados correctamente sólo a través de la lente del primer gran misterio: el de su encarnación y de su formación en Nazaret. La vida del Maestro se admira bien sólo bajo la lente de la humildad y de la pequeñez. Alberione escribió que el misterio de Nazaret es la forja en la que se forma el verdadero cristiano (ver DF 14-15): en el escondimiento de la vida cotidiana podemos tomar la forma de Cristo a través de la acción misteriosa del Espíritu y de las manos laboriosas de María y José. Todo inicia en Nazaret, y todo tendrá siempre el color de Nazaret. En la vida de Jesús y en la nuestra. Sí, la gloria de la resurrección tiene el color de Nazaret: humilde milagro accesible exclusivamente a los puros de corazón.
Estas consideraciones pueden parecer píos pensamientos, una especie de efímera fuga pseudo mística. Hacemos bien en desconfiar de los slogan, siempre y cuando no perdamos de vista la realidad. Es justamente lo real lo que nos salva de la espiritualización, conduciéndonos a la mística: ahora ‘qué hay de más real que la minúscula existencia de Jesús de Nazaret, hecha de una casa excavada en la roca, dos cabras, una carpintería, una bodega donde refugiarse al alba para ganarse el pan? ‘Qué cosa hay de más experimentable que el anónimo y maravilloso día que nace con las cosas de siempre, de la misma casa, del mismo burro, de José, guardián del Minúsculo, cargado de las heces y las vigas apenas terminadas para llevar a los clientes que pagan siempre con retardo? Si tenemos en cuenta un pensamiento piadoso de la vida de Cristo en nosotros es porque nunca nos sorprendemos de lo que ocurre ahora en el minúsculo espacio de Nazaret que, queramos o no, somos también nosotros, «gigantes de nuestros sueños y enanos de nuestros temores».
La única posibilidad que tenemos es abandonarnos al Minúsculo para que sea el criterio interpretativo de nuestro modo de vivir el Evangelio: es aquel fortísimo poco que como una piedrecilla pulveriza los pies de arcilla del coloso soñado por Nabucodonosor. Dejemos el gigantismo de nuestro yo para amar lo minúsculo que somos y que nos salva. Existen dos verdades, escribió Madame Guyon, el Todo y la nada. Nosotros somos la segunda cosa
Dios la primera. ¡Ay de nosotros si invertimos el orden.
Este tiempo de Adviento es el momento oportuno para recordarnos que en el mundo del ser lo especial es sólo Dios y que nosotros estamos simplemente aquí para admirar la gloria del Minúsculo y para custodiarlo como José. Iniciemos esta contemplación a partir de nuestra escondida historia, desinflando ridículas expectativas, redimensionando proyectos grandiosos y quizás poco evangélicos. Comencemos desde Nazaret y en este misterio de Jesús permanezcamos. Si somos llamados a salir, por un poco, cultivemos la nostalgia de volver. Y también con prontitud.