La gente esperaba. Pobre gente, es realmente un juego de niños engañarse pensando que son ese algo o ese alguien capaz de llenar el vacío que todo hombre lleva dentro. Porque entonces, a fuerza de esperar, uno se contenta, se convence de que incluso el Bautista podría bastar, para detener esta tortura que nos desgasta.
Y el Bautista intenta interrumpir esta tragedia. Lo hace con decisión: “Sumérgete”, dice. Desciende conmigo al agua de la muerte, que lo esperado no viene de un horizonte lejano sino del valor de bajar al corazón de los escombros que llevamos dentro. Una emoción. Y es el bautismo. Sólo entonces se abre el cielo. Es algo así como una paloma.
Decir que el diluvio sirve para sumergirnos en la verdad de lo que somos pero que hay una tierra. Una tierra bella como una promesa. Una tierra que se abre como un soplo, una tierra nueva sobre la cual recomenzar. Una tierra por la que caminar sin avergonzarse de lo divino.
Dios no se avergüenza de besarnos y abrazarnos en medio de los escombros y el fracaso. Y ésta me parece la única buena noticia de verdad. La que sigo esperando y que no deja de asombrarme.