Necesitamos llegar allí (Mc 14,1-15,47)
Al final es allí donde hay que llegar. Todavía no hay aroma de primavera, ni sol nuevo que haga brillar las lágrimas incrédulas, ni tumba vacía.
Tenemos que llegar allí. Es un viaje cuesta arriba, una montaña, un acontecimiento agotador.
El viento empuja amenazadoramente las nubes, convirtiendo el cielo en metal.
Las lágrimas aquí son reales y amargas, y parecen definitivas.
Debemos llegar al lugar de la calavera, donde la vida se desvanece de los cuerpos, donde el tiempo y la violencia se convierten en buitres de los “desechos del mundo”.
Hay que llegar allí, es imposible entender el escándalo de la resurrección sin la cruz.
Muerte, tenemos que llegar allí. Hay quienes dejan el mundo rodeados de sus hijos en un sueño casi esperado y quienes son expulsados de la vida, como un huésped no deseado, como Dios, crucificado en el madero, un deseo de esa inmovilidad que siempre se ha buscado a través del robo y manos asesinas.
Dios clavó en el mismo deseo de inmovilidad: el paraíso al revés, donde nos ponemos en el lugar de Dios y ahuyentamos a la criatura, pero sin las palabras de misericordia y cuidado.