Is 50,4-7; Sal 21; Flp 2,6-11; Lc 22,14-23,56
También yo… hubiera querido…
La solemne liturgia del Domingo de Ramos, nos propone cada año la lectura de la pasión de Jesús: una historia que conmueve, hace reflexionar y enriquece la vida. Permítanme hacer una reflexión que brota de mi corazón y vuelve a leer la historia de Lucas, partiendo de la perspectiva de los apóstoles, porque en el fondo, después de todo, nos parecemos mucho a ellos.
Todo comienza en la intimidad de la sala, preparada para la cena de la Pascua. Jesús está con sus apóstoles, sus compañeros de viaje, llamados uno a uno y elegidos para algo mucho más grande; Jesús habla, parte el pan y pasa la copa de vino, mientras que los apóstoles, apenas logran entender. Todavía aturdidos por la euforia de algunos días antes, cuando entrando en Jerusalén, el pueblo había aclamado y alabado a Jesús, como el Hijo de David y nuevo rey de Israel; aquella tarde discutían quién era entre ellos el más grande y el más importante, ignorantes de lo que estaba por suceder.
También, como los apóstoles, me perdí en la diatriba de quién era el más grande; también yo por Jesús habría desafiado al mundo; también yo habría jurado fidelidad y lealtad; también yo habría estado dispuesto a dar mi vida por Él.
También yo me dormí en vez de velar en oración; desenvainé mi espada para defenderme; tuve miedo de quien me apuntaba con el dedo, llamándome amigo de Jesús; preferí renegar, escapar y esconderme; lloré por mis miedos y mi cobardía.
También yo continué a seguirlo, aunque desde lejos y distante. Hubiera querido estar allí para cruzarme con su mirada, como aquella que dirigió a Pedro, después de haberlo negado y sentirme pequeño, frágil y pobre; hubiera querido llorar como el pescador de Galilea, que en el trayecto hacia el Gólgota, buscaba la oportunidad para poder decirle: “Perdóname. Te había dicho de dejarme tranquilo y de no fiarte de mí”. Hubiera querido estar allí, listo como el Cireneo para ayudarlo, a seguir llevando la cruz.
Y luego llegar bajo la cruz… en aquella insólita oscuridad, que te envuelve y te sientes perdido, solo y aplastado por las piedras del remordimiento. ¡Noche, oscura! Primero dentro y después fuera de mí. Pero aquellas últimas palabras han elevado mi vida, me han hecho sentir el calor de un amor, la posibilidad de una redención y la belleza de una luz que va más allá de mis límites: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Salmo 21, 22b – 23
¡Tú me has respondido!
Anunciaré tu Nombre a mis hermanos,
te alabaré en medio de la asamblea.