, cuando encontré la dirección de las Hijas de San Pablo, sentí latir fuerte el corazón y comprendí que no habría podido esperar hasta el otro día.
A distancia de muchos años aún hoy recuerdo la bellísima sonrisa de aquella Hija de San Pablo… La había admirado mucho tiempo en el libro Biography of sister Laurence que una amiga me había regalado. Lo había adquirido, al azar (pero ¿habrá sido realmente “al azar”?), a una hermana italiana, Lidia Meggiolaro, que había ido a propaganda a una familia americana. En aquel pequeño volumen encontré una dirección y la noticia que las Hijas de San Pablo estaban en Corea desde algunos meses.
En aquel tiempo frecuentaba a las hermanas de la Sagrada Familia, porque aspiraba una vida “especial”. Además, cuando encontré la dirección de las Hijas de San Pablo, sentí latir fuerte el corazón y comprendí que no habría podido esperar hasta el otro día. Así que aquel mismo día fui a visitarlas. Me recibió Sor Eulalia D’Ettorre. La casa no era bella. Las ventanas estaban destruidas y cubiertas con una manta descolorida. Me venían ganas de reír. Y estaba llena de ratones… Pero no sentía repugnancia. Por el contrario, cuando entré como aspirante, la primera tarea que he tenido ha sido la de arrastrar un ratón que terminó en la trampa…
No hacía mucho caso al ambiente externo, porque estaba conquistada por el ejemplo de las religiosas. Todavía no sabían hablar el coreano, pero expresaban benevolencia y fe viva. Esto me bastó para decidir compartir la misma vida en Cristo.
El domingo acostumbraba ir a la casa de las FSP para rezar con ellas. En una de esas ocasiones, Sor Eulalia me comunicó de la inminente llegada de Sor M. Irene Conti del Japón. «Si ella dice que sí, tú entrarás con nosotras», me confió. Yo imaginaba a Sor Irene alta, imponente, al menos como Sor Eulalia; en cambio era muy pequeña, pero emanaba una gran bondad.
Fui aceptada como aspirante sin haber hecho antes una experiencia de convivencia o haber vivido un tiempo fuerte de ejercicios espirituales, como se hace ahora. Era muy feliz, pero al mismo tiempo estaba preocupada pensando en mis padres protestantes. No tenía el valor de enfrentarlos. Por eso salí de casa sin decir una sola palabra y sin mirar atrás.
En 1959 – tenía diecinueve años – con el permiso de mis padres fui bautizada en la Catedral de Seúl. Mis padres me dijeron que habían soñado verme como una esposa feliz en la iglesia…
Sor Eulalia estaba muy preocupada porque temía que mi padre aplicase fuego a la casa, como había amenazado hacer. Por esto pedí a las religiosas del Perpetuo Socorro, que habitaban cerca de nuestra casa de esconderme. Estaba con ellas durante el día y de noche volvía a casa. Esto durante casi dos semanas. Pero justamente cuando el “peligro pasó”, que parecía superado todo, llegaron mamá y papá con el rostro triste. Sor Eulalia me sugirió partir con ellos.
Permanecí tres meses con los míos. Después, finalmente, papá me autorizó regresar donde las religiosas. «Puedes ir», me dijo, «pero solo por dos años de aspirantado». Y mamá agregó: «Puedes volver en cualquier momento, también antes de los dos años: para ti la puerta está siempre abierta».
El corazón me latía fuerte; no lograba contener aquella alegría inmensa. El día después, sobre alas de águila volaba hacia la casa de Hukseok-Dong, para cantar «Gloria a Dios y paz a los hombres».
¡Han pasado ya 50 años, pero aquellos dos años de aspirantado aún no han terminado!