Los Magos se dan cuenta de que hacen falta dos vidas, o quizá cien o mil, y que nunca serán suficientes. Porque si buscamos un rey cuando tenemos todo el Universo a nuestra disposición, es sólo por miedo a la disolución, a no ser más que una forma transitoria de la nada. Los Magos no lo saben, Herodes en cambio lo entiende: fuera de Jerusalén está el desierto, el desierto es agresivo, palabras como langostas, y lo divino aturde, provoca, los muros son para él, que se mantenga a distancia.
Los sacerdotes y los escribas desgraciadamente lo saben. No es su debilidad, están a salvo, es el profeta quien no tiene escapatoria.
Pero entonces todo se desmorona, y parece deberse más a la cesión de los poderosos que por otra cosa. Pasarán treinta años antes del ajuste de cuentas, los magos volverán por otra ruta. Orientados esta vez, volverán a casa, mecanicamente e inconscientes, cristalizados en estatuas de pesebre para decretar el fin de las fiestas y el comienzo de las masacres.
Siempre hay otro camino, es la forma de sobrevivir, de escabullirse del duelo. Jesús, el desconcertador, protagonizará su dicho; un reguero de milagros malinterpretados lo entregará al enemigo, empecinado permanecerá para desafiar eternamente a toda Jerusalén, excluyendo cualquier otro camino que no pase por el Gólgota.
Y llegará la luz. La única forma de vencer al poder es entregarse a la masacre. Tal vez el evangelio sea el manual de los que ya no huyen. De los que están clavados a su destino.