Historia de una vocación

Livia Sabatti, hsp

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He conocido a las Hijas de San Pablo, a la edad de 14 años. Vinieron a mi casa, creo por consejo del párroco, a invitarnos al retiro en su casa de Brescia. Miraba con curiosidad a estas religiosas tan diversas, así nuevas en comparación con las religiosas que conocía, y quedé “enamorada”. Pero ellas no estaban interesadas en mí, sino en mi hermana mayor y en las dos primas veinteañeras y a ellas le dirigieron la invitación que fue aceptada. Pero poco a poco las grandes se orientaron hacia otras elecciones: mi hermana se puso de novia y las primas entraron en otros Institutos religiosos. Al año siguiente pedí de participar en un retiro y encontré al sacerdote paulino p. Gabriele Amorth, con el cual se estableció una relación de conocimiento y recíproca confianza.

Tenía 15 años. Recuerdo perfectamente que después de la Misa fui a hablarle y le dije que no estaba de acuerdo con cuanto había dicho, esto es que él podía hacer otra elección más allá de ser sacerdote. Descubrí que tenía una fuerte convicción interior, que, sí Dios te llama y te elige para hacer algo es para hacerte feliz, su voluntad es esta. Y entonces ¿por qué aquel sacerdote habría podido ser alguna otra cosa firmando su infelicidad?

No lo comprendía. Dije que si yo hubiese sabido qué cosa quería Dios de mí, habría seguido completamente su voluntad y habría sido feliz, algo en lo que buscaba porque sentía insatisfacción en el ambiente en que vivía y de las personas que frecuentaba, a pesar de ser activa en la parroquia y empeñada en dar una mano a mi mamá en una familia numerosa (octava de nueve hijos). P. Amorth me miró directo a los ojos y dijo a quemarropa: ¡Tú tienes vocación! Le respondí: ¿pero qué es? Cuando vuelvo pensar en aquel momento en que Dios se ha revelado de manera tan imprevista y fuerte, todavía me conmueve y me viene el pasaje de la Escritura cuando el profeta Samuel, es encargado por Dios para elegir un rey para Israel y consagrará a David, el hijo más pequeño, que estaba en los campos para pastorear el rebaño.

Retrocediendo en el tiempo. Terminada la escuela elemental, la maestra llamó a mi mamá y le dijo que debía continuar estudiando porque es “hábil para el estudio”. Mi mamá respondió (recuerdo todavía con una sonrisa de triunfo): esta hija se queda conmigo, ella me ayudará en casa. Tenía 11 años y dije entre mí: tú no sabes qué dices, yo no me quedaré en casa y ni menos en el pueblo. Pero obviamente, no lo dije a nadie, era una sensación que guardaba dentro de mí.

Mamá me mandó a casa de una tía para aprender costura y transcurrí los años de mi adolescencia entre casa y parroquia, mucho más en parroquia que en casa. He recordado este episodio porque está ligado a la sensación que tuve cuando he visto por primera vez a las Hijas de San Pablo y me dije: me gustaría ser una de ellas. Aspiraba a cosas más grandes sin saber qué, con la convicción que mi vida estaría en otro lugar, diferente y hermoso. Continué participando en los retiros y pedí de hacer los ejercicios espirituales en Alba. Tenía 16 años. Mi mamá me dejó ir.

En aquella casa de ladrillos rojos, cuyas rejas blancas infundían desde afuera un cierto temor, me enamoré de aquellas religiosas, de su vida, de su trabajo y percibí inmediatamente que allí habría querido vivir; finalmente encontré aquel aire grande que en casa sentía pequeño y sofocante. Padre Amorth seguía acompañándome en forma discreta pero eficaz. Confiaba en él. Un día dije en casa que quería hacerme religiosa y todos me miraron muy sorprendidos porque no era precisamente un modelo de obediencia y dulzura…

Mamá, la más incrédula de todos me dijo: ¿pero quién te ha puesto en la cabeza estas cosas? Porque tú sola no lo puedes haber pensado. Le respondí: ¿quiere ir hablar con el sacerdote que me acompaña espiritualmente? Y fuimos a Brescia a buscar a p. Amorth. Mamá entró con él y cuando salió bajó la cabeza y me dijo, casi mortificada y veladamente resigna da: me ha dicho que él no tiene nada que ver con tu vocación, es una cosa entre tú y el Señor y yo, entre tú y Dios, no quiero crear ningún impedimento. Anda donde tienes que ir. Fue una sensación profunda e inolvidable la que sentí, porque vi la gran fe de mi mamá que se confiaba de Dios y finalmente también de mí. Las vocacionistas de un tiempo, estamos en los años 60, eran muy directas en el acercamiento a las jóvenes orientadas a la vida religiosa y Hna. Emmanuella Quiriti me dijo: entonces, ¿cuándo entramos? Estábamos en mayo y fijamos la fecha para el 20 de agosto.

Era el año 1967, tenía 17 años y algunos meses. La semana antes de partir me asaltó el miedo de hacer algo equivocado…estaba todavía en tiempo para detenerme. Escribí a p. Amorth y de sabio consejero me dijo: Tú anda, de tu vocación me ocupo yo. Eso fue suficiente y dejé mi casa, acompañada por mi numerosa familia llegué a Alba. Cuantas veces mi mamá me advertía que encontraría dificultades y quizás no las superaría.

Respondía: no importa lo que encontraré, no me interesa, solo quiero partir, siento que lo debo hacer, el resto vendrá solo. Este impulso dictado por la confianza inquebrantable en el Señor, ha sido la fuerza de mi vocación, incluso cuando más tarde viví una cierta crisis de identidad. Estaban vigentes los modelos, o mejor el modelo, de la religiosa perfecta y yo no me sentía de encajar en él. Me preguntaba cómo era posible que el Señor habiéndome creado de una manera, quisiera que me convirtiera casi en otra persona. Algo no andaba bien. La tristeza y la confusión se apoderaron de mí. Finalmente comprendí por mí misma: ¡ser totalmente una misma era el secreto de la serenidad! No importaba la elección de vida, importaba estar en la voluntad de Dios.

Una vez más la primera convicción iluminaba mi camino y experimenté la cercanía de Dios que tomándome de nuevo de la mano, no me ha dejado jamás, confirmando lo que sabía desde siempre: Él quería que yo fuera feliz. Y yo lo era. De nuevo. Plenamente.

Livia Sabatti, hsp