Era el rostro de un hombre mirado con amor
(Luca 9,28-36)
Todo comienza siempre con un nombre, nombrar la vida significa hacer nacer, sacar a la luz. También aquel día Jesús llama, por su nombre, vengan a la luz, dice, llamando a los tres amigos.
Venir a la luz caminando por el lomo de una montaña. Subir y maravillarse de la densidad del silencio, subir y sentir el sol calentando la piel, subir y un pretón en el corazón pensando en las barcas abandonadas en el lago, subir como los que suben a Jerusalén, subir como Abraham para comprender si Dios es Padre o Asesino, subir como Moisés para comprender si vale la pena liberar a un pueblo que no quiere saber de libertad, subir como Elías y sentir que Dios habita el Vacío… subir tras Jesús, en busca del rostro de Dios. Para ver a Dios. Al fin y al cabo, nada más importa en nuestras vidas.
Y en aquella montaña, si realmente supiera cómo describir lo que sucedió en aquel interminable momento de oración… diría que vi nacer a un hombre, Jesús nació mientras él rezaba.
Se nota que era un hombre llamado por su nombre, se nota que Jesús en ese momento se dejó mirar, desnudo, frágil, enamorado.
Nosotros derrochamos palabras, recitamos oraciones, consumimos sonidos vacíos y permanecemos en la sombra, él, en silencio, en la luz, se convertía en luz.
Subimos a la montaña para ver el rostro de Dios, estábamos viendo el rostro del Hijo. Pero no era sólo el rostro de un hombre, era el rostro de un hombre mirado con amor. Como cuando alguien se enamora de nosotros, en sus ojos vemos adoración, una luz que ni siquiera sabíamos que existía y nosotros… y nosotros nos convertimos en luz.
Orar, amar, nacer, siempre venir a la luz.