Desde niña el Señor me atrajo a sí. ¡Esto fue un auténtico don! Si bien desde pequeña, ya me había familiarizado con el sufrimiento… Es precisamente en este contexto de sufrimiento que comenzó mi amistad con el Señor. Él era mi Amigo querido y el Padre bueno, a quien confiaba todo. No sé cómo nació esta confianza en Dios, porque mis padres no eran personas de fe y más bien estaban «contra la Iglesia», como decían a menudo…
En primera elemental comencé a participar de las lecciones de catecismo, con catequistas muy buenos. A los 12 años, por primera vez encontré a las religiosas, dos Hermanas de la Divina Providencia, que vinieron a mi parroquia, para realizar un campo escuela, en verano. Un día, a una de ellas, a sor Enrica Henri, le pregunté: « ¿Qué significa ser religiosa?». Ella me respondió: «es una persona enamorada de Jesús y Jesús está enamorado de ella». Sin ninguna duda: « ¡Yo seré religiosa!», exclamé.
Comencé a asistir a Misa todos los días y mientras tanto escribía a muchas congregaciones, para recopilar informaciones sobre su vida. Cuando mis padres se dieron cuenta de que esta «tontería de la vida religiosa» (así decían…) no pasaba, se preocuparon y trataron de distraerme de mi idea. Cada domingo era una “batalla” para poder ir a Misa. En un cierto momento, una tía convenció a mi padre que su actitud sólo me volvía más decidida; si me dejaba en paz, pronto abandonaría la idea de convertirme en religiosa. Así he podido continuar yendo a la Iglesia…
Un domingo, después de Misa, leí un breve artículo sobre las Hijas de San Pablo, en el diario diocesano. En la foto, vi a una hermana sonriente, radiante (era una foto de la Primera Maestra Tecla). Para mí fue un signo… y una invitación.
El 29 de junio de 1963, entré en Congregación. Tenía 14 años. Siempre agradezco al Señor de haberme llamado joven. Del primer día me sentí “en mi lugar”, “en casa”. El carisma paulino me parecía hecho a propósito para mí.
Fui una privilegiada al aprender la “propaganda” de las hermanas venidas a los Estados Unidos desde “Casa Madre” (es decir, desde Italia). Junto a ellas, “codo a codo”, he respirado un espíritu sobrenatural en el anuncio y he crecido en el amor por la misión paulina.
Algunas hermanas han dejado una huella en mi vida y en mi carácter, comenzando por Maestra Paola Cordero, que considero una verdadera madre. Las primeras hermanas no tenían títulos de estudios, pero eran mujeres de oración, plenas de fuego apostólico, con fe simple, fuerte y constante; mujeres que sabían amar gratuitamente. Precisamente es de ellas que he aprendido las cosas más importantes: el amor por Dios, la Iglesia y la humanidad; la generosidad y la fidelidad creativa; la confianza; el espíritu misionero paulino. Ellos son parte de mi «gran nube de testigos» (Hb 12,1).
Mi primera profesión y luego la profesión perpetua, fueron momentos de gran alegría y de intenso sufrimiento. Mis padres, decidieron no participar en mi fiesta… pero esto no me ha impedido de gozar, porque el Maestro me convertía en su esposa. El sueño se había hecho realidad. Nada me parecía imposible.
El mundo al que fui enviada estaba circunscrito a mi nación de origen, con todas sus necesidades y sus heridas; aquel gran río de humanidad que buscaba el sentido de la vida, motivos de esperanza, una buena noticia: la redención. En los primeros años, pude experimentar diversas fases de nuestra misión. El deseo de alcanzar al mayor número posible de personas con la Palabra era “fuego” dentro de mí.
Pero, al final de 1983, mi vida dio un vuelco… Sor Maria Cevolani, entonces superiora general, me pidió ir como misionera en Alemania. ¡En aquel país estuve 18 maravillosos años! Como siempre, el Señor me ha pedido hacer cosas que no había hecho antes, confiando en la gracia de la vocación y de la promesa. El Pacto, se convirtió en un estilo de vida.
En el paso del siglo, cuando la congregación celebraba el primer centenario de la “Noche de luz” vivida por el Fundador, nosotras de la delegación de Alemania, pudimos participar en este evento, tan memorable precisamente en Alba, donde todo se había iniciado. Después de la Misa en la catedral con toda la Familia Paulina y la adoración juntos, me quedé todavía a rezar. Hacia las dos de la mañana, Sor Giovannamaria Carrara, superiora general, en oración a mi lado, me dijo solícitamente varias veces, de ir a tomar un café. Estaba maravillada de su insistencia, por fin “obedecí”. Cuando regresé, le dije, un poco irónicamente, de estar bien; sor Giovannamaria me miró y me preguntó: «¿Estarás todavía bien cuando te pida de ir a Rusia?». ¡Una increíble sorpresa… delante del Santísimo, en el paso del siglo! El Dios de la alianza, es el Dios de las sorpresas…
Con Alemania en el corazón, llegué a un mundo totalmente diverso. Sor Joseph Marella, una de las “fundadoras” de la comunidad de Moscú, me acogió en el aeropuerto. Fue mi compañera por ocho años. Otra hermana, sor Augusta Monti, me esperaba en casa, un pequeño departamento en el sótano. ¡Mi primera comunidad era una pequeña “trinidad”, en un país casi tres veces más grande de los Estados Unidos!
Sentía de estar allí para la evangelización y para ser evangelizada. Para mi comenzó una nueva etapa de formación como apóstola, con una nueva lengua para aprender, una nueva cultura, nuevas relaciones y nuevos desafíos. Del pueblo ruso, aprendí tantas cosas, profundizando mi capacidad de abandonarme en las manos de Dios, de mirar la realidad con ojos de fe y de esperar la hora de Dios.
En el año 2009, me vi obligada a regresar a los Estados Unidos: mi mamá estaba muy mal. Otro “adiós”, otro pueblo que no olvidaré jamás y a quien debo tanto.
56 años de vida paulina, 51 años de profesión… La celebración de mi quincuagésimo aniversario de consagración, el año pasado, ha sido una fiesta rebosante de alegría y gratitud. No encuentro las palabras adecuadas para agradecer al Señor por todo lo que ha hecho en mi vida. Solo están las palabras de María: el Magnificat.
¡Por tu presencia fiel e íntima, Señor: Magnificat!
¡Por la gracia de colaborar en tu misma misión Magnificat!
¡Por las alegrías y las sorpresas: Magnificat!
¡Por los sufrimientos y por los desafíos: Magnificat!
¡Por cada persona encontrada y por las hermanas con las que he tenido el privilegio de vivir: Magnificat!
¡Por las abundantes riquezas de tus gracias: Magnificat!
Soy una Hija de San Pablo feliz, enamorada de Dios, de este Dios que está enamorado de mí.
Mary Leonora Wilson, hsp