¿Por qué elegí este título para mi historia vocacional? Porque entré muy joven (11 años y medio) y porque un día, en oración, oí que Jesús me llamaba con este apelativo. No fue una visión, sino una dulce voz en mi corazón.
Primera semilla vocacional
Mi madre siempre rezó por tener un hijo sacerdote. Dios pareció concederle su deseo más profundo cuando mi hermano Inocencio entró en los Salesianos. Durante su noviciado, mi hermano escribió repentinamente a casa que ya no quería continuar. Un verdadero shock para toda la familia. Especialmente para mi madre. Mi hermano nunca dijo por qué había dejado su congregación. El día que mi madre nos comunicó la noticia de su regreso a la familia estábamos cenando, en mi corazón me dije con fuerza: Si yo voy no regresaré. Dios le dado una tarea a nuestra familia y no la hemos cumplido.
No sentía simpatía por las religiosas porque parecían anticuadas. Hechas en serie. Un día vinieron a mi parroquia las Hijas de San Pablo. Eran jóvenes llenas de vida y nada estereotipadas. Me dije: Si las religiosas son así, puedo hacerme religiosa también yo, pero nunca expresé este deseo.
Me había inscrito en la secundaria. Tenía que caminar dos kilómetros y medios a pie para llegar a la escuela. Un día, me encontró Hna. Lidia Bianco de las Hijas de San Pablo (nosotros vivíamos cerca de Alba) y me dijo: «Si vienes con nosotras a Alba, podrás ir a la escuela en casa sin tener que andar todo este camino». No respondí. Fue a hablar con el párroco y mis padres. Mi madre estaba en contra porque era demasiado joven, pero mi padre opinaba que la educación con las religiosas era mejor que en el pueblo y dijo que sí. Dejé a la familia con lágrimas en el corazón. Me llevé los libros de secundaria para seguir estudiando, pero tuve que dejarlos a un lado. Me sentí traicionada. No sé por qué no dije nada a mi familia. Al cabo de un mes, el Primer Maestro vino a hacer la meditación para nosotras. Me fascinó el fuego que inspiraba. También me fascinaba el trabajo de encuadernación. Continué así, fascinada por el Fundador y el apostolado.
La segunda llamada
En vísperas de mi profesión perpetua, me asaltaron mil dudas: ¿me había quedado para reemplazar a mi hermano? ¿Por qué me gustaba la misión apostólica? ¿Por qué entré joven? Así que pedí un año de replanteamiento. Abandoné el hábito religioso y terminé el último año de la escuela magistral en la casa de Lugano. Este año de lucha y búsqueda fue mi éxodo de Egipto. Descubrí y reconfirmé mi vocación. Desde entonces he continuado mi camino vocacional sin más dudas. Agradezco a las superioras y hermanas que me apoyaron y confiaron en ese año tan difícil para mí y para ellas.
Pascua de 1972
Pedí hacer mi profesión el día de Pascua, sin esperar a junio. Había redescubierto mi vocación con una nueva dimensión de alegría y amor.
Aproximadamente un mes después de mi profesión perpetua, la Superiora General, Hna. Ignazia Balla, escribió una carta diciendo que necesitaba una veintena de misioneras: algunas para América Latina, otras para África y otras para Asia.
Me dije: Yo no he dado garantía de confiabilidad pero si mi familia tiene necesidad no puedo no estar disponible. Así que escribí que si no encontraban suficientes misioneras yo estaba disponible. Estaba segura de que nadie pensaría en mí. También dije que me sentía más inclinada para ir a América Latina o a África por la vivacidad de mi carácter.
La llamada misionera
De Roma me llegó la noticia que me habían elegido para las misiones pero que si aceptaba tendría que ir a Taiwán, porque no habían encontrado misioneras para Oriente. Sentí que me moría. Fui a la capilla y dije a Jesús: ¡Siempre dejas caer sobre mi cabeza lo que yo descarto! Luego, reflexionando, me dije: Nunca he estado en América Latina, en África, en Asia. ¿Por qué no intentarlo?
Respondí a la Superiora General que no me sentía apta para Oriente. La cultura, las costumbres, los ambientes eran demasiado diferentes. Ella me contestó: «Si tus dificultades son solo estas parte con fe».
Dios me conoce mejor que yo misma
¡Me encontré muy bien en Oriente! Enseguida me gustó su cultura, su arte, su música, su gente. Así pasé 45 años en Taiwán y ahora llevo seis en Pakistán. Dejé Taiwán con lágrimas en el corazón y cierto temor por la situación sociopolítica y religiosa de este nuevo país. Pero también aprendí mucho aquí. Entró en mi corazón una dimensión social más profunda, compasión por la pobreza y el sufrimiento de este pueblo, admiración por los cristianos, que son una minoría discriminada, pero que defienden con tanto valor su fe. Inmediatamente sentí un gran aprecio por nuestras hermanas con tanto talento para la música, la danza, el arte, la creatividad, y con un coraje admirable para llegar a las comunidades cristianas incluso en las zonas más lejanas y desérticas o en la arriesgada frontera con Afganistán.
Hoy, después de tantos años y experiencias, si miro hacia atrás en mi vida, no tengo más que dar gracias al Señor por haberme llevado de la mano, o más bien “cargada en sus brazos”. ¡Magnificat!
Ida Porrino, fsp