Hemos dejado Betania porque era necesario llegar a Jerusalén para la fiesta de Pascua. ¡Faltan sólo dos días! En este tiempo la ciudad santa es como una madre que acoge a todos sus hijos que desde los distintos ángulos de Palestina llegan cantando y danzando con salmos y cantos inspirados. Todos en camino hacia el centro de la unidad donde David condujo el arca y Salomón edificó el templo. Tres veces al año subimos a Jerusalén en peregrinación y para Pascua ofrecemos a Dios el cordero más bello que al tramonto del sol, en el rito de la cena pascual, nos hará recibir alegría y la salvación del evento fundamental de nuestra liberación.
De hecho, en las orillas del Mar Rojo no estaban sólo nuestros padres (que físicamente lo atravesaban), sino cada uno de nosotros para morir a la servidumbre del Faraón y renacer al servicio del Señor. A menudo Jesús nos explicaba el sentido profundo de la Pascua. Este año, sin embargo, un anuncio tremendo llega a nuestro corazón: «Ya saben que dentro de dos días se celebra la fiesta de Pascua y el Hijo del hombre será entregado para que lo crucifiquen» (Mt 26,1-2). Desde algún tiempo habíamos entendido que dentro de poco todos se habrían lanzado contra él. Aterrorizados por las consecuencias, no hemos estado en grado de permanecer a su lado y amarlo hasta el fondo. Lo habíamos traicionado, renegado, abandonado, y él, en cambio, se ha dejado maltratar, humillar, crucificar sin resistencia, sin abrir la boca, sin culpar a ninguno, manso cordero conducido al matadero. Este amor hace temblar la tierra, abre los sepulcros, abraza a los verdugos. Ante el «espectáculo» de la Cruz (cf. Lc 23,48) justamente el centurión y los hombres de la guardia, de la violencia y de la guerra, lo reconocen.
He aquí cómo la luz de la Cruz cambia totalmente la suerte del mundo: nosotros los discípulos amados hemos huido afirmando muchas veces que no lo conocíamos; los opresores, los lejanos, los heréticos y los perversos han tenido el valor de levantar la mirada hacia la Misericordia y reconocer en el hombre traspasado al Hijo de Dios. En realidad resulta que algunos guardias, paradojalmente han custodiado a Jesús (cf. Mt 27,54: el verbo greco tēreō es usado tanto para los guardias como para María de Nazaret e indica custodiar palabras y eventos referentes a Jesús). Los soldados y el centurión, después de haber sido instrumentos a través de los cuales los autores del mal han cumplido físicamente su proyecto haciéndose por ironía de la suerte de los nuevos custodios de la Palabra, primicia inesperada de la nueva creación a la cual Jesús ha dado inicio con el don de su vida sobre el leño «maldito» de la Cruz.