Gen 2,7-9; 3,1-7; Sal 50; Rom 5,12-19; Mt 4,1-11
La plenitud del desierto
¿Cuántos son los desiertos que el hombre está llamado a recorrer para llegar a la “tierra prometida” de su libertad, aquella según la cual puede lograr lo que está llamado a “ser” en lugar de hacer lo que quiere?
El desierto de las dificultades diarias; el desierto del abandono y la soledad; el desierto del dolor, el de la prueba y la tentación; la aridez del desierto interior, como una herida, que anhela una nueva oportunidad de vida …
Sin embargo, ninguno de estos desiertos -aunque vemos alternativas repetidas para corredores solitarios- no puede dar la gracia de la conversión que este tiempo favorable de la Cuaresma nos ofrece. De hecho hay que entrar en él no solos, sino con Cristo, bajo la acción del Espíritu. Sí, porque este desierto, que se nos revela ante nosotros, es como un nuevo éxodo en el cual podemos volver a sentir el amor de Dios que quiere atraernos hacia él, hablándonos a nuestro corazón (cf. Os 2,16).
Es el espíritu que nos empuja en la aridez del desierto, que vence la orgullosa autosuficiencia del perdido Jardín del Edén. Cuando de hecho todo falla, podemos vivir en el conocimiento sereno de que no nos bastamos a nosotros mismos, que no somos dueños de nada si no vivimos bajo el señorío de Dios.
En la precariedad de nuestra condición humana, expuesta y vulnerable a las dificultades de la vida, podemos reconocer nuestra realidad como criaturas, sin tener que mentirnos a nosotros mismos ni a los demás. Podemos humildemente reconocer que somos polvo de la tierra “amasada” por la creatividad de Dios y animados por su aliento vital, sin dejar de ser pobres vasijas de arcilla que contienen un tesoro de valor incalculable. ¡Criaturas de barro, a pesar de haber sido hechas de cielo!
En esta verdad no tendremos miedo a nuestra desnudez, herencia del pecado, pero la acogeremos como una oportunidad para dejarnos revestir de la gracia del Hombre nuevo: Jesucristo.
Oración
Señor Jesús, condúcenos benigno también a nosotros, junto a ti,
en este camino del desierto cuaresmal, hacia la libertad
de los hijos de Dios: libertad ante la desconfianza y el miedo,
para vivir en la confianza de quien se deja guiar
por el soplo del Espíritu y no de su “propio yo”. Amén.