Queridas Hermanas y Jóvenes en formación,
Ante la inminencia de la Santa Cuaresma, me dirijo a ustedes desde la grande África, donde me encuentro con Sor Anna Maria Parenzan y Sor Anna Caiazza, realizando la visita fraterna en nuestras comunidades de la delegación de África oriental.
Con todo el pueblo de Dios nos preparamos a vivir la Cuaresma, tiempo litúrgico privilegiado que, como afirmó el Papa Benedicto XVI, «nos provoca a dar un impulso más decidido a nuestra existencia cristiana. Dado que los compromisos, los afanes y las preocupaciones nos hacen recaer en la costumbre, nos exponen al riesgo de olvidar cuan extraordinaria es la aventura en la que Jesús nos ha involucrado; tenemos necesidad de iniciar nuevamente cada día nuestro exigente itinerario de vida evangélica, volviendo a entrar en nosotros mismos mediante pausas restauradoras del espíritu».
Por lo tanto, la gran Cuaresma es una ocasión propicia para volver a recorrer espiritualmente la «parábola» de la vida cristiana, en la que, en el fluir de los tiempos, se renueva el misterio de Cristo Maestro, muerto y resucitado por la salvación de la humanidad.
Cuaresma, tiempo para retornar a Dios
Al inicio del itinerario cuaresmal el rito de la imposición de las cenizas, con los gestos sencillos pero profundos que la acompañan, nos ofrece la ocasión para recordar la fragilidad ligada a nuestra naturaleza de creatura: «Recuerda que eres polvo y al polvo volverás». Estas palabras que dirige la Iglesia a cada cristino, nos traen a la mente también las imágenes, transmitidas por los medios de todo el mundo, sobre la dramática realidad del devastador terremoto que sacudió a Haití. Nubes de polvo se han levantado de los escombros y el mismo cielo se ha transformado en una grande nube de polvo, dejando sobre la tierra su carga de destrucción y de muerte para millares de personas.
Este trágico evento que no sólo ha manifestado la precariedad de la vida, sino también la plena solidaridad hacia el prójimo que sufre, nos restituye las verdaderas coordinadas espirituales a las cuales reconducir la existencia terrena: la primacía de Dios en nuestra vida que, por medio de la adhesión a la fe en el Mesías humilde y sufriente, lanza una luz de esperanza sobre la crónica de nuestros días..
La invitación Cuaresmal a emprender un camino de conversión y de renovación interior, sostenido por la fe, nos solicita a encontrar los caminos personales y comunitarios de retorno hacia Dios, Aquel que es el principio y el culmen de nuestro peregrinaje terreno.
Con gran intensidad y profundidad, Don Alberione condensó en pocas líneas el sentido de la existencia humana: «Salidos de las manos de Dios para glorificarlo en la eternidad, el hombre debe hacer un viaje de prueba que se llama vida. El Padre mismo ha enviado a su Hijo, Maestro, para indicar el camino, recorrerlo y hacerse vehículo del hombre. Por eso el hombre será juzgado al final sobre su configuración con el Hijo: en la mente, en la voluntad, en la vida» (Donec Formetur 35).
El viaje de prueba, metáfora de la vida humana, encarna la experiencia de la vida cotidiana en la cual, en la multiplicidad de las presencias y de los encuentros, se manifiesta, se hace cercana o se esconde el Rostro de Dios, un rostro sufriente y, al mismo tiempo, el rostro del Resucitado (cf Caminar desde Cristo 23).
Especialmente en el tiempo de Cuaresma, realizamos un viaje interior que llamamos conversión para indicar el incesante camino de purificación, marcado por la lógica evangélica de la cruz,
que abraza toda existencia, pero que está iluminada por un gran futuro de resurrección. Con la guía del Espíritu, día tras día, podemos crecer y cambiar, ya que nunca es demasiado tarde para empeñarnos en llegar a ser personas cristiformes, prolongación en la historia, de una especial presencia del Señor resucitado (cf Vita Consecrata 19), como san Pablo, que aferrado por el amor de Cristo (Flp 3,12) se transforma en instrumento para la salvación de muchos.
Para vivir el camino de continua conversión, como ha recordado el Cardenal Carlo M. Martini, es indispensable confrontar con las exigencias de la primacía de Dios todo lo que se es y se hace, porque sólo el Señor es la medida de lo verdadero, de lo justo y del bien. Es necesario volver a la verdad de nosotros mismos, renunciando a hacernos la medida de todo, para reconocer que solamente Él es la medida que no pasa, el áncora que da el fundamento y la razón última para vivir, amar y morir.
Sor M. Antonieta Bruscato
superiora general