Desde las colinas de la Galilea el viaje continúa hacia el sur…
María de Nazaret, después de haber acogido plenamente la Palabra se deja llevar, guiar y acompañar. Esto es lo que hace la Palabra cuando se la acoge: llena la vida y acompaña por los caminos del mundo. El ángel de las Escrituras (Gabriel = fuerza de Dios) lo había anunciado: « ¡Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo!» (Lc 1,28). La gracia de Dios inunda la vida haciendo florecer una nueva certeza: Dios está conmigo, con nosotros. Cuando esto ocurre: ¡horizontes nuevos se abren de par en par!
Pero hay otra cosa que la Palabra hace cuando encuentra hospitalidad: abre los ojos a las necesidades de nuestros hermanos y hermanas. Hace ver lo que los demás no ven, hace intuir lo que otros no comprenden, hace caminar por los senderos que otros no conocen. La Palabra nunca abandona a quien cree en sus promesas de bien. Escuchándola, hacemos nuestro el modo de sentir de Dios, vemos la realidad con sus ojos, escuchamos con su corazón. Esta es también la experiencia de Moisés en el monte Horeb cuando encuentra a Dios en la zarza ardiente. Escucha su voz, pero sobre todo está llamado a sintonizarse con las preocupaciones de Dios. Moisés quiere ver a Dios, pero en cambio Dios le hace ver la historia: « ¡He visto el sufrimiento de mi pueblo y he escuchado su grito, conozco sus sufrimientos. He aquí, el grito de los Israelitas que ha llegado hasta mí y yo mismo he visto cómo los egipcios los oprimen. ¡Ve pues, yo te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo!» (cfr. Ex 3). Como Moisés, María comprende que es Dios mismo quien la está mandando a su pueblo; aún más, a una situación concreta, a una familia, a una persona: «Mira, tu pariente Isabel también ha concebido un hijo en su vejez y ya está de seis meses la que todos tenían por estéril» (Lc 1,36).
De Nazaret, María está obligada a ir hacia otras tierras. A la escuela de la Palabra, nuestros habituales confines deberían superar todas las molestias que ello conlleva. Si permanecemos siempre a nuestro gusto, en nuestras cosas y en hacer lo que se logra hacer mejor, se corre el riesgo de no continuar el viaje de la vida que es real. María está obligada a ir más allá de los confines de seguridad. ¡Isabel la necesita!
Pero para llegar hasta ella, el viaje será agotador. Curiosamente el texto evangélico no da noticias sobre los lugares, si bien una tradición antigua ha identificado el lugar de la visitación en un barrio a unos ocho kilómetros de Jerusalén, llamado Ain Karem que significa «viña fecundada por una fuente perenne». La etimología del nombre encierra el significado simbólico de las visitas, y Ain Karem se convierte en el lugar donde el Señor, fuente de gracia perenne, transforma la esterilidad en fecundidad.
El texto evangélico, sin embargo, no habla de Ain Karem, sino de una región montañosa: ¿cuál? No se sabe. Luego menciona una ciudad de Judá: ¿cuál? No se sabe. Por último indica una casa (la de Zacarías), ¿dónde se encuentra? No se sabe. Probablemente estamos invitados/as a buscar aún otras… Quizás el sentido se escribe justamente en nuestra vida diaria. Llegar a una persona, solo para ponerse a su servicio y ayudarla, no es fácil: ’es un mundo por conocer, un lenguaje por aprender, una mirada por encontrar, un sentir por percibir, una nueva visión de la vida por acoger, una fe por interpretar y un espacio por explorar.
Cada persona es: una montaña por escalar y los soportes y ganchos son muy pequeños; una ciudad misteriosa y fortificada (cfr. Jr 1,18) circundada por un muro y puertas; pero sobretodo una casa, un espacio de vida delicado e íntimo, donde justamente es necesario quitarse las sandalias, porque es ¡tierra santa!